HISTORIAS DE CUBA

Publicado el 13 de diciembre de 2024, 8:00

Esta historia que les cuento tuvo lugar 34 años antes de mi nacimiento, por allá en los años 30, en la Habana del presidente Machado. Mi padre, que después de recorrer todo el oriente de Cuba, había llegado por fin a la esplendorosa Habana de aquellos tiempos: una Habana bulliciosa, fiestera, llena de bares y cantinas, de todo tipo de espectáculos nocturnos, de prostitución desmedida, de autos que casi impedían el paso por las calles. Era una Habana luminosa, llena de misterio y capaz de deslumbrar a cualquier turista de la época. Sin embargo, detrás de ese mundo dorado existía una cara oculta: una cara de protestas, de disturbios estudiantiles, de crímenes políticos, de prisión, de directorios comunistas… un gran misterio.

Mi padre estaba deslumbrado por la ciudad. La diferencia entre La Habana y las otras ciudades de aquellos tiempos era abismal: una ciudad llena de luz, de comercios, de centros nocturnos. La incipiente industria del cine norteamericano hacía una gran propaganda de sus más grandes estrellas, desde Rodolfo Valentino hasta Marlon Brando, quienes también se enamoraron de la vida nocturna de La Habana. Muchas bodegas que por el día vendían arroz, viandas, carnes y bebidas, por la noche se convertían en pequeños bares. Estos bares tenían una vitrola o fonógrafo donde se ponía música pagando unos centavos, lo que hizo que tanto turistas como locales desarrollaran una vida de baile y fiesta, convirtiéndose en una vida nocturna muy popular y agradable.

Mi padre estaba alucinado. Era un joven del campo en una ciudad que nunca dormía. Sin embargo, estaba ajeno a muchas cosas que también sucedían en La Habana de aquellos tiempos. Había descontento en las capas medias y bajas de la sociedad. Había revueltas, estudiantes protestando, manifestaciones. También existían grupos paramilitares que se encargaban de hacer el trabajo sucio del régimen. Muchos dirigentes sindicales y estudiantiles fueron apresados y encontrados muertos. Había un movimiento armado que luchaba contra la dictadura. Eran los tiempos de Gerardo Machado, quien, después de haber perdido las elecciones, no quería dejar el poder. Con la policía, crearon un régimen de terror en toda Cuba y especialmente en La Habana.

Mi padre no se había percatado de todo esto. Un día, camino a su trabajo, mientras esperaba en la parada del autobús, se le acercó un auto descapotable manejado por un teniente de la policía. Este, muy amable, le hizo unas preguntas amistosas y le propuso llevarlo a su trabajo. Mi padre, pensando que era una buena persona, aceptó. Esto se repitió muchas veces. En sus conversaciones hablaban de deportes, música y mujeres.

Un día, caminando por la ciudad, unos jóvenes se acercaron a mi padre y le dijeron:
—¿Tienes unos minutos para tomar un café?
Mi padre respondió que sí. Ya sentados, los jóvenes le preguntaron:
—¿Sabes quién es el teniente que siempre te lleva al trabajo?
Mi padre respondió:
—Sí, parece una buena persona.
Los jóvenes le advirtieron:
—No, él es el policía más asesino que tiene el gobierno, y nosotros queremos ajusticiarlo. Te está utilizando como escudo. Te pedimos que no te montes más con él ni te acerques. Es una advertencia.

Dicho esto, los jóvenes se levantaron y desaparecieron. Mi padre quedó petrificado, con los pelos de punta. Inmediatamente, pidió unos días en el trabajo para visitar a sus hermanos en otra parte de la ciudad. Tomó un autobús y desapareció, refugiándose en un solar de otro barrio.

Pasaron unos días. Un día, leyendo el periódico, vio en primera plana que el teniente, jefe de la policía de La Habana, había sido baleado en su auto y había fallecido. Mi padre no sabía si sentirse aliviado o agradecerles a los jóvenes que le advirtieron.

Poco después, mi padre regresó a su antigua residencia: una casa con cinco cuartos alquilados por un señor que, además, ofrecía desayuno y cena a los inquilinos. Sin embargo, los tiempos eran convulsos, y Cuba entera se declaró en huelga general. Nada funcionaba; había combates en las calles entre estudiantes y la policía. Ante esta situación, el dueño de la casa decidió irse del país hasta que la situación mejorara. Aunque tenía pensado desalojar a los inquilinos, como era una buena persona, le propuso a mi padre hacerse cargo de la casa. Mi padre, sin trabajo debido a la huelga, aceptó. Así se convirtió en posadero.

La casa estaba equipada con utensilios y reservas de comida para varios meses. Durante ese tiempo, mi padre se mantuvo ocupado como posadero hasta que cayó el tirano Machado y todo empezó a normalizarse. Volvió a su trabajo en la fábrica de tabacos, donde le pidieron regresar. Reflexionó y decidió que aquello de ser posadero no era para él. Extrañaba las fiestas, su trabajo y las mujeres. Un día vendió la posada, cerrando así un capítulo en su vida.

De esta manera terminaba el convulso año de 1933, marcado por la caída del tirano.

Oliver Hartman


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